15 octubre 2014

L'autre-chienne


Te ponías melosa. Muy melosa. Cuando retozábamos por los jardines de tu barrio me acariciabas por todos lados. Me revolvías el pelo. Me acariciabas todo. Y tenías un jueguito que te gustaba jugar. Te gustaba que te dijera reina. Y, riendo, te seguía el juego. Me arrodillaba frente a vos, te ataba las botas, te traía pasteles (pan no, el pan no se tiene), te acomodaba tu peluca, te sostenía la cartera en los boliches y te llevaba los tragos. Cada noche nos entregábamos al delicioso juego erótico en sillones que emulaban mansiones y en sábanas de algodón que se convertían en seda al toque de tus dedos.

Fue hermoso hasta que con el tiempo te pusiste más demandante. Me exigías demasiadas cosas. Que te siguiera a todas partes. Que me parara firme. Que te reverenciara en público. Ya no hablaba sino con tu permiso y solamente podía decir alabanzas a tu persona. Todo el tiempo debía acordarme de detalles insignificante y de atender cada una de tus exigencias, por más alocadas que me parecieran. Después no me convidaste más pasteles; y los regalos que te daba, los vendías o los cambiabas siempre por cosas vanas, estúpidas, sin alma. Tus pequeños caprichos empezaban a molestarme, pero seguí haciéndote caso, como todo un pusilánime.

El colmo de todo fue cuando de repente apareciste en las fiestas con ese payasito perfumado y con cara de boludo. Que tenía plata, posta. Que el padre le había dejado el puestito en la legislatura y que de ahí te compraba autos y eso, era verdad. Pero al tipo no se le caía una idea por casualidad. Sin embargo, era manejable, como te gustaba. 

Me seguiste frecuentando, como siempre, pero cada vez menos. Yo esperaba que volvieras, hasta que un día caí en la cuenta de lo estúpido que había sido y cómo me habías hecho mierda la vida, mi amor propio, mi dignidad. Sentía asco de la persona en la que me había convertido, por tu culpa y mí culpa. Luego todo ese odio estuvo cerca de destruitme. 

Ahora, ya más calmado y habiéndome refrescado con mi vasito de granadina, veo tu cabeza sobre la mesa y me río al pensar que fuiste tan reina y yo tan jacobino.

04 octubre 2014

Perdidos en Joligud - Prólogo (Novela en construcción)

El cuarto de hotel era un caos. Como si todos los huracanes del mundo hubieran entrado y salido de él al mismo tiempo. Plumas y almohadones destripados descansaban en los rincones. Los cuadros inclinados, algunos volteados, otros rotos y otros con quemaduras circulares de cigarrillo. Del baño salía un ruido constante a cascada. La ropa sucia en el suelo, los muebles rasgados y volteados, el aire envenenado y en cada una de estas pequeñas escenografías se leía la pelea. El conflicto. Se leía en el suelo lleno de cabellos, mugre, discos rotos y ceniza. En esas cuatro paredes amarillas. Y en las puertas de vidrio que daban al balcón. Manchadas de rojo. Una estaba reventada después de que el televisor lo atravesó volando.

Y en medio de todo ese desorden, ellos cinco.

Gastón estaba sentado en el borde de la cama destrozada, con la cabeza entre las manos. Por su cerebro pasaban muchos pensamientos, pero él no se paraba a reflexionar sobre ellos. Era sólo como si su agotada mente lo ametrallara constantemente y él no podía hacer nada más que escucharla decir palabras con su propia voz. Voz que no era más suya. Escucharse que decía que no podía ser, que él no hacía esas cosas, que la puta que lo parió, puta que lo parió, la concha de la lora. El sonido de la canilla de agua venía desde el baño. Desde el equipo de música, se escuchaba un tema de System of a Down. El volumen estaba alto. Muy alto. Gastón lo había puesto así para no escucharse pensar, pero era en vano. Su ajena voz se escuchaba una y otra vez en su mente, en un monólogo infinito.

cómo carajo iba a saber que lo iba a hacer al fin y al cabo se lo merecía

La pulsión de sus sienes lo mantenía más o menos despierto y el calor del cigarrillo que, encendido, colgaba de su boca como un diente largo y humeante. Lata no se acordaba cuándo lo había prendido ni quería hacerlo. Sólo estaba sentado en el suelo mirándose las manos. Mirándose las manos. Mirándose las manos y los pequeños trozos de servilleta adheridos a ella como piel que se descascara. Y pensaba solo en una negación constante. No quería pensar en lo que acababa de pasar. No podía pensar. Si lo hacía, iba a darse cuenta, y darse cuenta era morirse.

y encima con todo lo que nos pasó que hijo de puta que es
nononononononononononononononono

El Negro estaba en el balcón con Fuentes, pero este ya se había ido. Estaba con los pies clavados en el piso y con la cabeza en la pared, mirando un punto fijo en el horizonte. Tenía ganas de gritar, pero la voz no le salía y la tenía atascada en la garganta. Ese aullido se la desgarraba de a poquito, como si la fuera raspando continuamente con una navaja roma. Él si pensaba. Pensaba en el pasado, en el pasado más atrás de esos minutos que los tenían colgados y en el pasado que quería que fuera presente y futuro, así hubieran podido decir “nunca”.

               bueno pero que vamos a hacer ahora no quiero que me pase eso no quiero que les pase a ellos
               nononononononononononononononono
               Nunca. Nunca debimos.

Fuentes era otro cantar. Fuentes estaba lejos. En la cornisa y muy, muy lejos. Estaba parado y a la vez no. Estaba volando y quieto. En los dos casos, su camisa se agitaba al viento y su mata de pelo rubio ondeaba como una bandera. Pero él no estaba. No estaba con los otros y estaba muy lejos. Quería salir de ahí. Quería salir volando. Miraba a las luces de la ciudad bajo él y se preguntaba si no dolía volar. Probar. Se preguntaba si saltaba todo se iba a terminar, todo se iba a ir al carajo, él iba a ser inocente y sus amigos igual.

ahora es cuando tenemos que estar juntos pero no debería haber pasado esto es mi culpa no no es mi culpa
nononononononononononononononono
No debimos haber empezado.
Volar te tiene que liberar ¿no? En el cielo no hay leyes

El tiempo pasaba lento. Se derretía. Se derretía como en un cuadro de Dalí y los empezaba ahogar. Se deslizaba por las esquinas de la habitación, por la cabeza de Gastón, por las cuerdas de su guitarra, por entre las notas del tema de System of a Down, por debajo de la ceniza del cigarrillo, en los ojos de Lata, en la pared del balcón, en el nunca del Negro, en el cielo y en las alas de Fuentes.

es culpa de él nunca nos debió haber dicho eso hecho eso y nada de esto hubiera pasado mierda mierda
nononononononononononononononono
No debimos haber venido
Si solo tuviera las alas para poder irme de acá

Hubo un golpe en la puerta.

no quiero no quiero por favor no los culpen yo fui yo fui el y yo y nadie mas
No. Ya es hora de enfrentarlo
Nunca debimos haberlo ni pensado
Quiero salir volando

Los goznes empezaron a saltar

               nunca pensé que al formar esta banda esto iba a pasar no quería antes éramos chicos teníamos sueños
Pensá, pelotudo. Ya no podés escapar.
No debimos haber confiado.
¿Y si lo intento?

La puerta saltó.

Gastón lloró (Yo no quería ¿por qué?)
Lata exhaló el humo (No podés escapar)
El Negro gritó. (Silencio)
Fuentes voló. (Viento)

               Y en medio de su sollozo, en medio de lo que se los levantaban y se los llevaban, en medio de los “Policía Federal, quedan detenidos”, en medio del caos, de la vida y de la muerte, Gastón completó, en su sollozo y como si hubiera leído su mente, los pensamientos del Negro.


- Nunca debimos haber ido a Joligud