Allí está. Hace días que el escritor se sentó frente al
papel en blanco sin poder escribir nada. Pensó que el blanco de la hoja lo
llamaba, pero sólo lo hacía perderse en millones de frases usadas, palabras
gastadas, expresiones ajenas. No sólo el papel. El cursor del Word titilaba
repetidamente al ritmo de sus fugaces pensamientos y más parecía una burla a su
bloqueo desesperante. Se distrajo navegando en Internet, sintiéndose cada vez
más patético y estúpido. Probo con música, pero sólo copiaba sus versos. Dio
paseos interminables, habló con personas, tomó nuevas rutas, nuevas formas de
pensar. Miles de ideas se agolpaban en su cabeza, pero eran como una arteria
tapada, cuyo flujo interrumpido hacía que se hinchara de forma grotesca y
anormal, provocándole dolores de cabeza, mareos y un cierto sentimiento de
suciedad que lo perseguía a todos lados. Sentía como se pudría su mente a cada
rato mientras se mentía que escribía al rodar por Internet y gastar sus ojos en
cada vez más banales sitios y más estúpidas distracciones.
Pensó
que quizás el problema era que le faltaba pulir su técnica. Qué mejor para ello
que inspirarse leyendo a sus viejos maestros, por lo que asaltó su biblioteca. Leyó
a Poe, a Bolaños, a García Márquez, a Tolkien, a Kafka, a Martin, a
Dostoievsky, a Moore, a Joyce. Viejos y nuevos, populares y no tanto. Devoró a
Cortázar, a Arlt, a Quiroga. Se sumergió en Asimov, en Ellison, en Bradbury.
Inclusó leyó creepypastas en Internet, a los poetas malditos, los benditos, los
vivos y los muertos. Una vez hubo absorbido cada palabra, cada línea, cada
frase de aquellos que lo precedieron, se sentó frente al papel y empezó a
escribir. Escribió y escribió, pero se percató de que las palabras no fluían
tan naturalmente como antes, sino que a cada rato se detenía sobre sus pasos y
borraba sus huellas para trazarlas de nuevo de forma obsesiva y frenética hasta
que hubieran quedado perfectamente hechas, en cada detalle. Estuvo semanas
escribiendo sin parar, pero sin poder completar nada. En su intento de
perfeccionismo ninguna de sus obras le parecía lo suficientemente buena. Las
arrojó al vacío apenas tuvo noción de la imperfección en que se estaba
convirtiendo, de lo errado del esquema, de lo agotado de la idea. Nada era lo
suficientemente bueno y no pudo explicárselo hasta que empezó a releer lo que
había hecho.
TODO ERA UNA COPIA.
No era el estilo de los grandes maestros. ERAN los grandes
maestros. Había pensado tan a fondo sus expresiones que el escritor tuvo noción
de que todo lo que había hecho, incluso a medias, era sólo una falsificación,
un muy pobremente disimulado plagio a todo lo que hubo leído en su desesperado
intento de inspirarse. Las ideas estaban, pero eran grises, vacías, sin
contenido ni voz propia. Se entretuvo tanto y buscó tanto las voces ajenas que
perdió la propia. Y allí donde debió haber arrojado su alma no había nada.
Perdió el control.
Quemó sus libros, sus escritos. Con las sillas destrozó su
computadora, su escritorio, sus tintas. Desgarró el papel, las poesías y mató a
los viejos maestros. Una vez que lo hubo hecho, con un trozo de papel quemado
trazó un frenético escrito en una hoja en blanco. Luego de eso se desmayó,
aferrándose al más perfecto escrito de su vida.