16 febrero 2015

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Allí está. Hace días que el escritor se sentó frente al papel en blanco sin poder escribir nada. Pensó que el blanco de la hoja lo llamaba, pero sólo lo hacía perderse en millones de frases usadas, palabras gastadas, expresiones ajenas. No sólo el papel. El cursor del Word titilaba repetidamente al ritmo de sus fugaces pensamientos y más parecía una burla a su bloqueo desesperante. Se distrajo navegando en Internet, sintiéndose cada vez más patético y estúpido. Probo con música, pero sólo copiaba sus versos. Dio paseos interminables, habló con personas, tomó nuevas rutas, nuevas formas de pensar. Miles de ideas se agolpaban en su cabeza, pero eran como una arteria tapada, cuyo flujo interrumpido hacía que se hinchara de forma grotesca y anormal, provocándole dolores de cabeza, mareos y un cierto sentimiento de suciedad que lo perseguía a todos lados. Sentía como se pudría su mente a cada rato mientras se mentía que escribía al rodar por Internet y gastar sus ojos en cada vez más banales sitios y más estúpidas distracciones.
         
      Pensó que quizás el problema era que le faltaba pulir su técnica. Qué mejor para ello que inspirarse leyendo a sus viejos maestros, por lo que asaltó su biblioteca. Leyó a Poe, a Bolaños, a García Márquez, a Tolkien, a Kafka, a Martin, a Dostoievsky, a Moore, a Joyce. Viejos y nuevos, populares y no tanto. Devoró a Cortázar, a Arlt, a Quiroga. Se sumergió en Asimov, en Ellison, en Bradbury. Inclusó leyó creepypastas en Internet, a los poetas malditos, los benditos, los vivos y los muertos. Una vez hubo absorbido cada palabra, cada línea, cada frase de aquellos que lo precedieron, se sentó frente al papel y empezó a escribir. Escribió y escribió, pero se percató de que las palabras no fluían tan naturalmente como antes, sino que a cada rato se detenía sobre sus pasos y borraba sus huellas para trazarlas de nuevo de forma obsesiva y frenética hasta que hubieran quedado perfectamente hechas, en cada detalle. Estuvo semanas escribiendo sin parar, pero sin poder completar nada. En su intento de perfeccionismo ninguna de sus obras le parecía lo suficientemente buena. Las arrojó al vacío apenas tuvo noción de la imperfección en que se estaba convirtiendo, de lo errado del esquema, de lo agotado de la idea. Nada era lo suficientemente bueno y no pudo explicárselo hasta que empezó a releer lo que había hecho.

TODO ERA UNA COPIA.

No era el estilo de los grandes maestros. ERAN los grandes maestros. Había pensado tan a fondo sus expresiones que el escritor tuvo noción de que todo lo que había hecho, incluso a medias, era sólo una falsificación, un muy pobremente disimulado plagio a todo lo que hubo leído en su desesperado intento de inspirarse. Las ideas estaban, pero eran grises, vacías, sin contenido ni voz propia. Se entretuvo tanto y buscó tanto las voces ajenas que perdió la propia. Y allí donde debió haber arrojado su alma no había nada.

Perdió el control.


Quemó sus libros, sus escritos. Con las sillas destrozó su computadora, su escritorio, sus tintas. Desgarró el papel, las poesías y mató a los viejos maestros. Una vez que lo hubo hecho, con un trozo de papel quemado trazó un frenético escrito en una hoja en blanco. Luego de eso se desmayó, aferrándose al más perfecto escrito de su vida.