29 diciembre 2013

Aku

               Fue al despertarte. Abriste los ojos  y te desperezaste. Por la ventana entraba la luz de un amanecer carmesí. Bostezaste y te estiraste a la mesa de luz para buscar fuego. El reloj digital marcaba las seis y cuatro de la mañana. Te sentaste en la cama y desde la radio sonaba un tema de los Doors que te hacía acordar a cuando eras adolescente y te robabas el Falcon rojo de tu viejo para salir de joda con tus amigos.  Eso era cuando recién empezabas a tomar… sangría fue lo primero, que tu compadre preparaba en botellas de Fanta naranja con Termidor. También fue la época en la que empezaste a fumar.
               Con eso se cortó el hilo de tus pensamientos y te volvió el ansia. Abriste el cajón y sacaste el mechero. Los puchos estaban en el bolsillo de tu saco, al lado de la puerta de la habitación. La calidad del hotel (bah, digamos, del telo) era ligeramente superior a su precio, lo que no era mucho decir. Te recostaste contra el dintel, entre los focos infrarrojos que hacían parecer todo como un gran cuarto oscuro. Mientras fumabas, pensabas en el patético intento de las luces de infundir erotismo al tiempo que cubría las manchas duras en el suelo y en el acolchado. Por un segundo, te hipnotizaste viendo las volutas de humo que flotaban en el calor húmedo de la habitación. Las viste formar figuras imposibles, oníricas y surrealistas.
                 Al rato te aburriste y por detrás de la cortina, la viste acostada en la cama. El sudor se condensaba en su piel pálida, casi gris, y la sábana le cubría solamente los pies y una pequeña porción de sus hombros. Te fascinaba su cabello del color del fuego, que surgía de su cabeza y se extendía bajo su cuerpo como un lecho de lava. Parecía chorrear en el piso de tan abundante que era. Mientras te entretenías en esas contemplaciones, los recuerdos de la noche anterior pasaban vivos por tu cabeza: labios, lenguas entrelazadas, dos cuerpos que eran uno, labios rojos otra vez, una agonía, un sentimiento frío y una explosión de placer. Era todo lo que te venía a la mente en ese momento. Inocentemente, atribuiste la pequeña amnesia al vino tinto y a la pepa que compartieron la noche anterior.
               Con un bostezo te enderezaste. Tus pies descalzos acariciaban la alfombra cerúlea, haciéndole desprender pequeñas tormentas de polvo que se adherían a tu piel desnuda. Deslizándote lentamente a través del calor, fuiste hacia el baño. A cada paso que dabas, a cada segundo, tu cabeza viajaba. Cada lento siglo de tu movimiento te llevaba cada vez más cerca de la puerta bordó. Empujaste el frío picaporte y entraste.
               Tropezaste con los azulejos húmedos y caíste al suelo. Al enderezarte, apoyándote en el lavatorio, sentiste el fuerte olor a putrefacción que salía de quién sabe dónde. Abriste el botiquín (que parecía no tener espejo), pero ahí no estaba la causa. Luego bajaste la vista a la pileta de porcelana blanca. Entre los caños, entre el óxido de las griferías, había manchas. Manchas rojas. Por los bordes blancos del sumidero bajaban líneas rojizas que desaparecían en la oscuridad del desagüe. Con asombro y algo de miedo, quizás, seguiste el rastro bermellón que se arrastraba desde la entrada del cuarto hasta la bañadera. La cortina estaba manchada del mismo color que el resto del cuarto. Rojo. El olor a podredumbre era más fuerte allí, incluso. Con manos temblorosas, corriste las cortinas. Y si no vomitaste, fue porque tu estómago estaba vacío.
               En ese momento comprendiste todo. Los recuerdos fugaces eran algo más que una noche de sexo lisérgico. La piel de ella era pálida, casi gris, por una razón. Lo rojo que la envolvía y chorreaba en el suelo no era su cabello. Comprendiste el olor a putrefacción. Comprendiste el no verte en el espejo. Comprendiste el rojo. Todo el rojo
               Viste tu cuerpo en la bañadera, prácticamente sumergido en un líquido casi negro formado de tus fluidos corporales. Viste tus facciones putrefactas al punto de que sólo te reconociste gracias al tatuaje en tu hombro derecho. Viste las venas de tus muñecas abiertas a tal punto que tus manos colgaban apenas del hueso. Viste tu piel, tus ojos, tu boca, recorridas por moscas que se alimentaban de tus restos muertos y podridos en el húmedo aire de verano. 
Fue entonces cuando, antes de desmayarte, te diste cuenta de que el rojo que había estado durante toda tu vida, ahora te acompañaba más allá de su final.