Encerrado. Acechado. Esa fue mi realidad. Toda mi vida he sufrido el acecho de una criatura que mora en los rincones más oscuros, que ha estropeado mi ser, mi existencia y todo lo que soy. Demasiado asustado para luchar contra ella, he caído en sus garras una y otra vez ofreciendo la menor resistencia posible, embriagándome en sus nocivas posibilidades, dejándome envolver por su malevolencia hasta quedar extasiado, horrorizado… ¿solo? Sus egoístas y seductoras palabras hacen que me envuelva a mi mismo en la negligencia, en el oprobio, y que aleje de mí a todos los que alguna vez amé o me amaron.
Pero no, no quiero. No quiero a la bestia,
pero ésta no me deja ni a sol ni a sombra. Estoy a su merced, sometido a su
voluntad y a sus caprichos.
La apariencia
del monstruo no me es extraña. Es solo otra cosa que me resisto a ver por el
horror, la perversión, falsedad y obscenidad de su mirada. Porque, para ver la
cara del monstruo, solo debo mirar un espejo.