28 marzo 2014

Palabreándote

           Siempre fuiste buena con tus manos. Dibujabas, hacías música… eras buena en el arte. Me regalabas dibujos. Yo todo lo que podía hacer por vos era entregarte cuentos, cartas, poesías… No sabía hacer otra cosa que ejercer la más bastarda de las artes, ya que si intenté hacer obras plásticas, no me atreví casi a dártelas por lo desastroso de su elaboración.
       
            Hoy me puse a ver lo que me diste. Tenías un trazo tan fino, tan preciso. Una línea que sabía qué hacer con un lápiz, que no descuidaba un segundo ningún detalle. Sentí un poco de envidia. Leí mis escritos, luego. Tuve tanta vergüenza ante la diferencia substancial entre ellos que pensé en comenzar un ambicioso proyecto.

            Tomé un lápiz y poniéndome frente a mi cuaderno, tracé tus palabras. Primero un contorno, suave, redondeado. Palabras delicadas y suaves para tu cuello, tu cabello, tus manos, todas aquellas que me hacían quedarme admirado por horas; y otras más pesadas y vulgares para tus pechos, tu sexo y tus curvas, que me hacían perder el pudor constantemente.

            Relajando un poco mi estado, me alejé un poco para contemplar mi obra. No estaba mal, pero todavía faltaba mucho. No podía dejar de mencionar ciertos aspectos, como la pequeña cicatriz entre tus costillas, tus pequeños pies, dedos. Palabras silenciosas y elocuentes a la vez me hablaban de tu boca, y de tu voz no pude hacer más que frases risueñas, finas como cinta de seda.

            Lo complicado fueron tus ojos. Los ojos son la ventana del alma, decía no se qué escritor, filósofo, vieja de barrio, etcétera. Siguiendo ese principio, no podía sólo limitarme a trazarlos. Debía darles su carácter. Usé frases profundas, conectores significativos y adjetivos simples e indescriptibles. Todo lo que callaban las palabras de tus labios, todo lo que no puse en ellos, lo plasmé en tu mirada, en tus párpados, la 
forma en que tus cejas se mueven y palabras saladas, mojadas en tus lágrimas.

            Me pasé meses en eso. Por días no pude casi terminarlo, frustrado, atrapado y a veces estando a punto de borrar todo y empezar de nuevo. Finalmente terminé tu aspecto.

            Pero faltaba algo.

            Hice algo bajo tu figura. Tus inseguridades. Tus miedos. Escribía con pasión sobre tus aburrimientos y tedioso tus amores. Escribí cómo dabas vueltas en la cama cuando te despertabas y cómo te ponés cuando te comparan con otra persona. Cómo es que pedís un abrazo y cómo sos cuando te enojás. Lo que te gusta, lo que odiás.

            Puse todo. Puse lo que amo de vos, lo que odio de vos y lo que no me molesta tanto.

            Me llevó años,  pero lo terminé esta mañana.

            Y ahora puedo ver tu expresión cuando ves cómo te dibujé con mis palabras.

Las otras

Esta idea se me ocurrió cuando estaba en la cama con mi mujer. Era temprano a la mañana, y miraba el techo mientras la luz de la mañana todavía no alcanzaba a entrar por la ventana. Sentía mi boca pastosa, el cabello grasoso y mi erección matutina empujaba las sábanas, como desperezándose, pidiendo una excusa para volver a descansar. Me di vuelta a mirar a mi esposa. Ella dormía casi profundamente. A cada rato temblaba ligeramente, desnuda bajo las sábanas. Iba a despertarla para atender a ese pedido de descanso que venía de mi entrepierna, pero cambié de idea. Temía una negativa, o un rechazo, o una discusión que no deseaba escuchar. Cualquiera sea el caso, todo parecía demasiado problemático por una petición que podía satisfacer yo mismo.

Poniendo manos a la obra, literalmente, me entregué a la tarea. Cerré los ojos y dejé que mi imaginación volara y que mi mano marcara el ritmo. Sin embargo, al cabo de un rato, desistí. De todos los escenarios que cruzaban por mi mente en ese momento de autosatisfacción, en ninguno de ellos estaba la persona que descansaba a mi lado. Avergonzado, comencé a reprochármelo: ¿Cómo podés hacer esto? ¿Es que no tenés corazón? Esta justo al lado tuyo ¿Qué pasaría si se enterara de que no estás pensando en ella? Te dejaría…

Luego no pude evitar que esa línea de pensamiento se continuara en un escenario imaginario en el que, en mi mente, yo había engañado a mi mujer con todas aquellas otras de mis fantasías. Se lo confesaba en una mesa del patio de comidas de algún shopping.

-¿Y? ¿Qué me querías contar? – me preguntaba mientras bajaba la hamburguesa de McDonald’s y jugueteaba con las papas fritas. Yo, por mi parte, tomé un trago de la Pepsi que venía con lo que sea de porquería que me tapaba las arterias y la miré.

- ¿Viste que hay veces en las que no estoy, que digo que tengo que corregir parciales, que me junto con la banda o que tengo reunión de cátedra?

-Sí… - me dijo mientras la sospecha se alzaba poco a poco en sus ojos marrones

-Bueno… no es tan así. Ninguna de esas veces

- ¿A qué te referís con eso? – Ya las lágrimas empezaban a aflorar, pero sonrió, como queriendo convencerse de sólo se imaginaba lo que le iba a decir.

Respiré hondo.

- A que te engañé. Te engañé. Te lo digo así, clarito, porque no encuentro una forma educada o suave de decírtelo.

- Pero… ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Con quién…? – La voz le temblaba y se le quebró en varias ocasiones, pero logró mantener la compostura.

Yo procedí a explicarle todo. Se lo dije con una voz tan inexpresiva que me hizo sorprenderme de mi frialdad. Le dije que hace rato que ya no la deseaba. Que por eso no me dio vergüenza o culpa hacer nada de lo que hice. Le dije que no se tenía que sorprender, porque yo había traicionado a otra mujer antes. Le conté de las veces que lo hice. Con quiénes. Con mi ex, con mis amigas, con sus amigas, con mis compañeras de trabajo… Dónde… En la ducha, en nuestra cama, en el auto, en el parque, en el baño del bar, en la oficina de la facultad… Yo seguía hablando a la vez que ella lloraba y sollozaba y yo hablaba y me explicaba y ella sollozaba y me reía y ella corría y le gritaba y me burlaba y…

- ¿Amor?

               Ella se había despertado y me había sacado de mi ensoñación. Entrecerraba los ojos y me miraba con preocupación.

- Te estaba diciendo buen día pero no me contestaste. Estás como zombi ¿Pasa algo?

               Yo le acaricié su pelo negro, increíblemente sin despeinar.

- Nada, amor, no pasa nada.

- Bueno, aparentemente sí pasa algo – dijo mirando mi entrepierna con una sonrisa.


               Yo la besé e hicimos el amor. Mientras lo hacíamos, volví a engañarla. Y quizás ella me engañaba también.