El anciano señor Fernández miró sus manos arrugadas… miró el polvo acumulado a su alrededor. Observó con la vista cansada los desvencijados volúmenes en los estantes en las paredes del cuarto.
“Hoy son cuarenta años” se dijo con la voz ronca, arenosa. Lo curioso es que, por más que hiciera memoria, no recordaba qué había ocurrido hace cuarenta años exactamente. Su memoria llegaba solo hasta lo que había ocurrido esa mañana. Recordaba otros detalles de su vida: sabía que se encontraba en su casa. Tenía la certeza de acordarse de su nombre, de los días de su juventud, de su cumpleaños número cincuenta y cuatro… Lo que ignoraba era lo ocurrido en los últimos años. Era como si su memoria hubiera estado envuelta en bruma por un largo tiempo. Como si sus recuerdos más recientes se hubieran convertido en una nebulosa gris y por más que buscara en ella solo encontraba voces distantes, colores sueltos, rostros indistintos y ninguna sensación cálida. Solo un recuerdo era completamente nítido:
Desde una ventana de su casa, Fernández observaba a una mujer. Ella vestía un abrigo marrón y llevaba un par de valijas en las manos. Caminaba apresuradamente hacia un Ford Falcon azul que estaba estacionado frente a la calle. Su pelo marrón se movía acorde a ella caminaba a paso apresurado. Abrió el baúl del auto y puso allí las valijas. Luego giró hasta ver directamente hacia los ojos de Fernández, como si ella supiera… no, fehacientemente sabía que él estaba allí. Su rostro pálido era bello, pero triste. No sería mayor de cincuenta años. Él pudo ver como las lágrimas resbalaban de sus ojos castaños. La vio susurrar una palabra… “perdóname”…
La imagen se fue tan instantáneamente como llegó, como si fuera una cinta de película rota. Las preguntas empezaron a agolparse en la mente del anciano. Preguntas que sabía que no tendrían respuesta.
Se levantó de su silla. Sus rodillas crujieron como bisagras oxidadas, provocándole un relámpago de dolor intenso. Con un gemido ahogado, cayó al suelo, sorprendido. Esa era la primera vez que le pasaba… al menos que él pudiera recordar. Desde el suelo pudo ver el bastón bajo la silla. Se arrastró hasta asirlo y así pudo enderezarse.
Ahora, finalmente de pie, pudo caminar con dificultad (sentía punzadas de dolor en la pierna izquierda, probablemente por la caída). Cruzando la puerta, llegó a la sala de estar. Los grandes ventanales, otrora hermosos, ahora dejaban entrar poca de la luz del día nublado a través de sus mugrientos cristales. “Los malvones solían ser preciosos” recordó con tristeza don Fernández observando las macetas junto a los ventanales. De sus plantas solo quedaban guiñapos marchitos que caían tristemente al suelo.
De repente su mirada se vio atraída por un lugar en el salón. Contra una de las paredes, estaba clavada una pequeña estantería de madera. Sobre ella había varias fotos. En ellas aparecían él, unos niños y varias personas que no pudo identificar. Una le llamó la atención. Era él, lo sabía. Habrá tenido unos treinta años en la foto. Estaba en un prado, sonriente. Estaba abrazado a una mujer… la mujer del recuerdo…
Lo triste de esta historia es que Fernández olvidará todo esto al día siguiente. Su Alzheimer le carcome la mente cada vez más. El no lo sabe. Nunca lo sabrá. Nunca averiguará que él una vez tuvo familia. Que fue feliz. Que tuvo amigos. Nunca sabrá que su edad actual es de ochenta y siete años.
Nunca sabrá que su esposa lo abandonó en su casa, huyendo en el Falcon que él ya no podía conducir por el avance de su enfermedad, hace exactamente cuarenta años.
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