Siempre tuve esa idea fija en la cabeza. Sangre. Desde chico incluso solía rasparme los brazos o las manos para sentir en mi boca su sabor a gloria. Los otros niños se alejaban de mí, asustados. Yo no era malo ni nada en mi comportamiento sugería que era peligroso para alguien. Pero ellos lo intuían. Se quedaban en un rincón del patio, observándome con miedo mientras me relamía las palmas de las manos. En esa etapa de mi vida carecí de amigos y gente que me comprendiera. Sinceramente, no me importo mucho, o no lo recuerdo. Era solo un niño con sed, entretenido en su propio mundo.
Luego, pasó mi adolescencia. Mi… “adicción” no había disminuido… es más había aumentado. Ya buscaba cualquier excusa para poder acceder al delicioso néctar de mis venas, no importara lo bizarra o extraña que fuera.
Mi vida era tranquila hasta que llegó la libreta de calificaciones. Mis notas eran inmejorables, las mejores de toda la escuela, pero, según la anotación de la psicopedagoga yo tenía “problemas para relacionarme con el resto del alumnado”, así que mis padres, por preocupación, me mandaron a un analista. Dr. Alfredo Fernández… Lo odiaba. Me preguntaba cosas, cosas que nadie más debería saber. Me miraba con esos ojos muertos y fríos que parecían escudriñar mi mente hasta el último rincón. De todas formas, le seguí la corriente.
Un día, sin razón aparente, me dieron de alta. Volvía a mi vida normal. Creo que en algo ayudó la terapia, ya que conseguí relacionarme con las demás personas. Casi se podría haber dicho que mi “adicción” había desaparecido.
Pero no solo no lo hizo. También mi odio hacia ese hombre me había casi consumido la razón. No podía dormir por las noches pensando que, después de todo, el conocía mi plan, mi secreto. A la perfección. Entonces no lo soporté más.
Un día salí de mi casa a la noche, tarde. Fui a buscarlo. Lo encontré en su casa, leyendo uno de sus libros. Fui hasta la caja de luz y corté los cables. Aprovechando su confusión, use un alambre fara forzar la cerradura. Solo un insignificante “clic” se escuchó. Entré a su casa. En la oscuridad, podía oír sus movimientos desesperados y torpes, mi piel sentía la tensión en la atmósfera, podía saborear su sudor en el aire, pero pude oler otra cosa, un aroma amargo, pero increíblemente cautivador… miedo. Oh si, él sabía que yo estaba allí. Él sabía a que había ido. Y supo que a partir de ese momento, él había muerto. Lo encontré acurrucado en un rincón, con un cuchillo en las manos. Trató de defenderse, de apuñalarme… pero no le di tiempo. Lo golpeé en el rostro y en el estómago, luego le quité el cuchillo y lo agarré del cuello. Pude sentir como su sangre manaba frenéticamente por la yugular y enloquecí. Aferré mi arma y la clavé repetidamente en su abdomen, hasta que sentí como mi mano entraba en contacto con sus entrañas. Lugo, como dominado por una furia demencial, abrí un tajo en su cuello y empecé a beber su sangre. Fue la primera vez que tomé de otra persona.
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